Esta mañana he disfrutado junto con un grupo de exploradores de los propios sentidos de una mañana deliciosa. La propuesta de Comprometeos intentaba llevarnos a nuestro interior, para sentir como todo lo que veíamos, escuchábamos, olíamos, gustábamos y tacábamos nos proporcionaba emociones, fueran del tipo que fueran. En principio este objetivo era cuanto menos desconocido para la mayoría de los que asistíamos como conductores o participantes de la actividad. Unos estamos más acostumbrados a trasmitir información o convencer que a hacer sentir y emocionar. Otros prefieren ser meros espectadores y les cuesta mucho convertirse en actores.
A lo largo de la mañana se proponen juegos, momentos para pintar y dibujar, admirar los paisajes, dejarse llevar con los ojos cerrados, comparar en pruebas ciegas el aceite, la miel y el agua de las fuentes, tocar las piedras redondeadas del río y la arena de sus orillas, buscar un escudo…Todo ello preparado por Esther Sabio con enorme cariño y sobre todo a partir de su conocimiento de cómo desarrollar la educación ambiental. Rafa Torres aportaba su saber sobre la salud a cada parada y yo recordaba algún elemento cultural del espacio en el que nos encontrábamos.
No voy a narrar una crónica de todo lo sucedido, es imposible. Como no he podido recoger lo sentido por los demás, simplemente trataré de explicar lo que yo he sentido en algunos momentos del recorrido. Obsérvese como las emociones y sensaciones que cuento son provocadas por las palabras y la presencia de otros que están participando y que me llevaron a sentir dentro de mí. Sin ellos no hubieran crecido esas emociones.
Salimos de la plaza del Olmo para llegar a la Plaza de la Iglesia. Escuchamos la campanada de las diez y media. Solo una campanada. Después hablamos de la iglesia, de los sonidos y de la paz que dan las religiones. Y cuando ya nos alejábamos, Amelia me indica que esperaba que hubiera hablado del sonido que queda aleteando en el aire después de la campanada. La explicación física de una onda energética que se trasmite por el aire y se nota en todo el cuerpo no es suficiente para mí. Es un largo sentir cuando las campanadas ya han sonado. Es como un hilo que te une con el tiempo y con ese objetivo inalcanzable de detenerlo. En esos momentos en que la campana susurra, creemos que no están corriendo los segundos, que aún es la hora y nos dejamos llevar montados en ese sueño.
Llegamos al molino. Hablamos de las riadas y de su bramido. Inimaginable el estruendo del agua alcanzando el nivel de los desaparecidos ladrillos de “Hasta aquí llegó la riada del 57”. Una niña que no conozco comenta el ruido monstruoso del agua embravecida. Cuando nos vamos a oler el tomillo, el romero y la manzanilla, a mi me sigue persiguiendo el molino y empiezo a pensar que frente al grito salvaje de la riada, hay un sonido suave y que acaricia desde dentro del molino. Me imagino viviendo hace 100 años en aquel lugar. Supongo que debe ser por ser descendiente de la familia que creció en ese molino. ¿Cómo sería el ruido de la maquinaria? Una dulce nana. Sobre el bajo de las piedras rozando y moliendo el grano, golpes suaves de madera de los giros de la rueda del agua, el tic- tac de los engranajes de metal y sobre ellos el deslizar de la harina hacia su saco y el murmullo del agua que empuja, que sube y que cae. Me veo haciendo la siesta en el molino, fresco y arrullado por estos ruidos.
Poco después de hablar de abejas y de miel, nos vamos a abrazar árboles. Es lo que nos dice Esther. Se puede elegir entre chopos, caicaveros, moreras y pinos. Las higueras son malas de abrazar. Escojo un caiacavero. Siento su energía y la sabia subiendo y bajando. Se me acerca Patricia, que lleva en la mano una hoja de chopo, que sumergida en la fuente del Lugar se ha vuelto transparente, como de vidrio. Me dice que las hojas de los chopos interpretan melodías de todo tipo, según desde donde y con que fuerza las mueve el viento. Son tan variadas que ella le ha puesto un nombre a las hojas: “las castañuelas de Dios”. Me lo describe con tal pasión que me prometo dedicar tiempo para escuchar los valses y las romanzas de los chopos.
En esto pasamos la mañana. Al volver hacia casa, me preguntan en la calle: ¿qué hacíais esta mañana en la Plaza? Por un momento pienso explicarle estas cosas. Pero me parece un esfuerzo enorme y sobre todo me doy cuenta de lo difícil que va ser que me entiendan y simplemente contesto: “nada, no hacíamos nada” y sigo contento y soñando.
M. Torres
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